26 de noviembre de 2008

Ahondar

Enseguida supe que estando allí, al lado del mismísimo orientador Finisterre, se desprendería una roca enclavada al continente europeo durante siglos, conmigo encima, y por razones de gravedad caería, acariciando con violencia los acantilados para postrarse, no sin salpicar, libre sobre el atlántico. Ni siquiera pude demostrar mi valentía en dar el último paso, sino que fue la tierra la que me arrojó hacia mi pasado. Ahora llevo días navegando por aguas que sirvieron de huida, pocas veces de arribo y siempre para volver a escapar, porque al llegar, uno se siente sumido en una caverna, buscando el pilar que sustente tanta oscuridad, un pilar invisible pero consistente, construido a través de los años, macerado con la sangre de supervivientes y en potencial forma de cruz. Vago por un mar frío que al roce del viento levanta escarcha para congelar el ardor con el que me postré frente al acantilado; con miedo, o simple indecisión, de afrontar el momento en que una ola hunda para siempre esta pequeña balsa y las corrientes me depositen en lo alto de una montaña de cuerpos sumergidos sobre la plataforma del anhelo.





Imagen: "Atardecer en Viña del Mar", Pedro Bernal

2 comentarios:

Araceli Esteves dijo...

Bello cuadro y no menos bello y desgarrador texto.

Conrado Arranz dijo...

Gracias por tus palabras. Creo que esto es una mezcla de desesperanza y querencia.

Y gracias a ti también por tu poesía, necesaria.

 
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