29 de enero de 2009

El silencio de Ulises


Imagen: "El Resto". Conrado Arranz.




Para E.A.
gracias a Ulises.



Hace tiempo que no sé de Ulises y me temo lo mejor. No ya por la ausencia que sin duda impregna este blog, que a su vez funciona por impulsos de un muelle llamado necesidad. Esto hace deducir que últimamente dicha necesidad no es tan honda, o se queda flotando en el vacío de un cuerpo con cierta inercia o simplemente que el silencio, la mayor parte de las veces, es el opio del escritor.


La última vez que estuve en la Ciudad de México, hace unos meses, (nunca sé cuándo realmente abandono esta ciudad) quedé con Ulises Montano. Admito que tuve miedo de no encontrar a nadie al otro lado de la línea de teléfono que aún conservaba; pero lo cierto es que le funcionaba su viejo celular, al que apenas le dio unos meses más de vida (supongo que a día de hoy habrá terminado en una basura o en un tianguis anónimo, como casi todo lo que a él le gusta). Nos vimos en la Roma, tras un aguacero de los que recuerdan el origen, que propició mi demora y por tanto que encontrara a Ulises ya con la mirada perdida en una mujer que mostraba sus piernas en la barra. Nos vimos en la Roma pero pudo haber sido en cualquier otro lugar que hubiera tenido unas cervezas decadentes (tipo tecate) para de esa forma abrazarnos a una buena copa de vino chileno que se repetiría por mágico influjo cada cierto período de tiempo que en la noche tiende a ser infinito, luego iríamos a un concierto de jazz, según prometió.


En la mesa, y ya vencidas las timideces propias de los amigos que no se ven desde hace un par de años y que se escrutan cada nueva arruga pensando si algún día no existió, comenzó a contarme las últimas predicciones, las que al parecer ya había contado a una tal Juana, o Inés no recuerdo bien, pero que no le había prestado atención. Un sorbo y un pequeño avión privado caía, “no pasará nada, tantitos cinco muertos”, decía “oficiales, carnalito, oficiales, nunca se sabrán los pobres a los que todo cae, los limpiavidrios, limpiabotas, limpiaimágenes, sucios de aspecto, qué más da, más se perdió en Tlatelolco ¿no crees?”. Sus videncias siempre se convierten en monólogos interminables, durante los cuales dejo mis lentes encima de la mesa, para escuchar mejor y no distraerme, son todas aquellas profecías que un día me prometió plasmar aquí, en “El Libro Vacío”.


Con estrépito nos interrumpió un payaso mudo. Nos entregó un papel que ponía: “quiero seguir siendo un payaso pendejo”, mientras sonreía; recuerdo que en ese momento agradecí que no hubiera puesto la coma del vocativo antes de la palabra pendejo y la tuve por tanto que entender como un adjetivo de esos que tanto gusta usar por estas tierras; de cualquier forma, pensé luego, tampoco me hubiera importado. Con la misma cara sonriente me miraba ahora Ulises, tal vez intuyendo mi pensamiento. El payaso mudo se fue y nosotros estuvimos así, en silencio, horas, sorbo a sorbo. Recuerdo que recorté algunas hojas de mi libreta verde en pequeños trozos y los repartí entre Ulises y yo. Estuvimos escribiendo durante un largo tiempo. Él terminó primero, siempre lo hace. Se levantó y fue dejando los papeles por las mesas del bar, después volvía a recogerlos con una sonrisa, sin palabras, mirando los ojos de la gente que a él esquivaban. Los últimos fueron una pareja alternativa, joven, parecían enamorados. El hombre miró a la cara de Ulises y esbozó una ligera sonrisa, tierna, algo seductora, poética. Ella, al verle, giró su delicado y pálido cuello hacia la ventana. Ulises, despojado ya de la diferencia, levantó los dedos y le hizo la señal de la cruz, recogió el que era el último pedazo de papel anotado de la mesa y se marchó. Con el portazo terminé de escribir los míos. Hice mi reparto silente mientras Ulises se difuminaba lento en los perfiles simétricos de las calles que se clavaban en la colonia Roma.

21 de enero de 2009

Memoria y tra(d)ición

desde la ambivalencia


Sé lo que le está pasando por la cabeza. Regresará a esa ciudad bendita y maldita a la vez, encontrará que nada ha cambiado desde su partida, como mucho alguna carretera se elevará de nuevo al cielo como solución sostenible y volverá a ver los tejados de cientos de casas a sus pies, a lo mejor con suerte ya está proyectado un tercer piso sobre el periférico, cuitas del destino, ya sabe que descender a los infiernos en la Ciudad es imposible, encontrarían agua divina, por eso el infierno lo vivimos aquí arribita, al mero lado de uno, en cuanto menos se lo espera alguien le sonríe con una máscara de tela, sólo Mariana era capaz de dibujar una sonrisa de carmín en ella. Luego los carriles bici también ascienden destrozando las piernas, el caso es sufrir para ascender, que para el llano ya están los motores. Sé que lo recuerda, no disimule, su tránsito por la calzada Ignacio Zaragoza, que por aquellos tiempos desprendía un olor gris y rancio a despedida, tal vez provocado por las constantes lluvias veraniegas, sí, también por encima de los tejados, hoy más desgastados que nunca, créame, por la devaluación, que encarece entre otros el papel higiénico hasta límites insospechados, ya ni siquiera podremos limpiarnos el culo y lo peor es que se escocerá sin duda y tendremos que andar con las piernas abiertas para burla de nuestros representantes. Pero esa carretera sigue alzada para el acceso al aeropuerto; los pilares que la sustentan sirven de puntos de apoyo a las casas indecentes y asfixiantes de cientos de familias que con el ocaso acudirán a las verjas transparentes del Benito Juárez para observar cómo despegan los aviones mientras muerden con violencia sus elotes. Y llorarán de nuevo amigos, usted por pisar otra vez esos cientos de tejados antes de marchar con impotencia y ella por desprenderse de los brazos, amorfos ya por sus intentos desesperados de estirarse hasta cruzar el océano. Ándele, pero sonría pues. Usted se irá.

13 de enero de 2009

Una oportunidad para dejar de existir


Imagen: Conrado Arranz. "Arbusto con trenza roja bajo la nieve de Madrid. Nieve de enero de dos mil nieve"


A mi padre, con la admiración y
el cariño que inspiran los hombres buenos.




El viernes nevó en Madrid. Amaneció un día en compás de rutina mecido con el ritmo de ir-y-venir de cualquier funcionario de a pie que se preste. Polvos brillantes arrojados en conciencia desde el abismo pero con la sorpresa de caer desde lo alto deslumbraban en la grisura de la polución que, por tiempo de una semana, se había decidido acostar sobre Madrid. El colchón era espeso como los de lana de oveja que tan sólo en una ocasión pude probar. De oveja negra, por supuesto, y de calidad rural. La debilidad de ese polvo atravesaba el colchón enfurecido y se posaba dócil sobre las aceras. Yo veía, durante el primer café, como el vaho empañaba mis lentes y depositaba una imagen borrosa y plácida sobre la calle que a desgastaba la percepción. Roberto Gascón seguía desviando mi atención en forma de miles de letras acumuladas que definían y limitaban un perfil psicológico complejo pero a la vez nítido para un pesimista como yo. Este último juicio sobre mí lo confirmó mi padre el domingo pasado cuando, poco antes de comerme el primer garbanzo del cocido, me servía dicho tocino aún sin el tiempo de cocción necesario. Era comprensible e incluso me lo tomé como un piropo… ya que me impulsó a escribir esto mientras todo el mundo ahí fuera yace exhausto de sonreír, saltar, jugar, divertirse durante horas por ver cubierta la podredumbre de un deslumbrante color blanco que días después será arrojado contra los ojos tristes de cualquier humilde, ante un sol inconformista que perdió protagonismo. Y digo que sólo una vez aparté la vista del libro que me ocupaba en aquel bar, el Lusitania, donde siempre ocurre todo, para comprobar que todas las parcelas donde los humanos desperdician momentos de su vida habían quedado cubiertas de un manto pulcro, virgen, que me condenaba al silencio más oscuro. Al salir, por obligación que no por cordura, un ir-y-venir de huellitas desfilaba con el propósito de encontrar refugio; las que buscaban profundidad por pertenecer a hombres y mujeres obesos se cruzaban a lo largo de su huida con las que apenas dejaban brochazos de su peregrinar, a veces unas más diminutas y nerviosas pintaban como gotelé los diferentes caminos, pobres perros, con sus delicadas esponjas abrasadas de escarbar para encontrar algo. Todas las marcas se dirigían a diferentes parcelas. Creían que no me iba a dar cuenta de que, bajo las mismas, había enterrados miles de cadáveres, desnudos o provistos de todos sus enseres materiales, viandantes, gentes de interés e interesadas, acompañadas de todos los pícaros de pan bendito, dormían plácidamente la eternidad bajo la tierra, ahora recubierta de una cada vez más gruesa manta de hielo. Pero siempre se reconocen los pasos que conducen al asesino, siempre transitan de forma desacompasada, inquieta, excitante.

No termino de recordar qué pensó Gombrowicz de la nieve en sus diarios, pero sí tengo alguna vaga referencia, borrosa, fría, frágil y sobre todo distante; sé que Juan Carlos Gómez un día me enviará un e-mail para contármelo, se llamará “Witold Gombrowicz y Robert Walser”, quién si no, o incluso el propio Mateo me echará una soga en ese intento; porque yo tengo claro que soy un inepto que con prontitud olvida lo que un día inundó de deseos el vacío. Lo borro, se borra, me borra al igual que la llamada que acabo de recibir en este momento, una señora ansiosa de encontrar a su marido a las once de la noche, me ha llamado Andrés, podría haber hecho la rima fácil y contestarle que no se preocupe, que llegará a fin de mes, con un salario o no bajo el brazo, tiempos fríos corren, pero simplemente le he dicho que se había equivocado de número, había marcado un cero de menos.

El pasado viernes perdí una oportunidad de esas que los más viejos llaman fáciles pero que acompañan con un refrán castellano, “blanco y en botella”; una oportunidad que me daba señales a cuenta de los copos que se iban haciendo visibles; una oportunidad para comenzar a andar, con paso pausado, constante, armónico, girar por la calle de la cebada hasta dejar atrás los últimos edificios que con esfuerzo se agarran a Madrid buscando ser algo y seguir caminando sobre las blancas alamedas, emprender mi camino hasta caer desmayado sobre la nieve; sentir la congelación de todas las ideas estúpidas que cada vez más asiduamente pueblan mi cabeza, ser inconsciente de perder el habla o ganar la mudez y quién sabe si ser encontrado por otro desesperado rastreador de huellas durante la próxima nevada y yo, convertido en arbusto con reflejos de un rojo encadenado, poderle susurrar que se ha equivocado, que ya no existo.

11 de enero de 2009

Presentación de libros















El próximo jueves 15 de enero, a las 20:00 horas, en la librería El Bandido Doblemente Armado --> C/ Apodaca, 3 (Metro Tribunal y Metro Bilbao).

Se presentan los libros de relatos del Taller ACE 2008:

1. la soledad
2. la crueldad

con la asistencia de los autores:
María Cruz Vilar Ruiz
Andrés del Arenal
Conrado Arranz
Marta Robles
Teresa Galeote
Minke Wang
Twiggy Hirota

Será una presentación breve y entre amigos para luego tomarnos unas cañas, charlar sobre literatura, ponernos al día y organizarnos para el 2009.

Os esperamos.

5 de enero de 2009

Sara, en su isla

“Es tarde, se hizo de día, menos mal que está nublado”
(“Los aviones”, Andrés Calamaro)



Acostumbraba como regocijo a sentarse en un banco a los pies de la ladera cuyo fin era el mar. Desde allí, dejaba rodar un canto hasta que se precipitaba por el acantilado. Su cara coincidía con la verdad que buscaba y ocultaba, sin apenas concierto, el ser atribulado. Desde su banco iba escuchando las historias de los viajeros que acudían para conocer las fantasías que un día un viejo escritor plasmó en un libro. Eran viajeros vetustos y sabios mientras que ella todavía no conocía las arrugas más allá de sus ojos cansados. Los viajeros contaban y ella con su silencio daba consejos; nadie, salvo un muchacho de su infancia, conoció nunca el timbre de su habla. En su altura el viento encumbra su pelo ondulado para sustituir las palabras que un día, presas de sí mismas, decidieron hacer bandera en el interior de Sara.

Hace ya dos años que huye y el cansancio apenas es sofocado con el eco de las olas al acariciar la arena, un arrullo que termina por dormir a Sara y la confina durante el día en su destino de duna y juego infantil en la playa, hasta que en la noche el agua limpia en la crecida su cuerpo blanquecino y muestra el espejo con el que la luna quiere caminar por tierra firme, sola en la isla cuyo insondable mar es el único límite.

2 de enero de 2009

Breviario de la tierra III

Se cerraron los párpados de golpe tras el cansancio al que me sometieron las escuchas diurnas. Excavadoras y hombres, palas a mano, máquina y ser, construyendo futuro. Bajo la estética de los muros, que son limitaciones de espacio, se encuentra la ética de las zanjas, límites del ser humano, que se abren a discreción para enviarnos cabeza abajo hacia la desaparición.


 
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