28 de noviembre de 2008

De cristal

Se escuchó un ruido ensordecedor y, al acudir a la cocina, vio como Mercedes se había roto en miles de diminutos pedazos que ahora se esparcían a lo largo y ancho del monocromático suelo. Tras la sorpresa y la difícil reacción posterior, se arrodilló y comenzó a recoger los cristales de un tamaño mayor, dominados tal vez por la transparencia. En su incredulidad, anticipada ya por algún sueño corrosivo que nunca tenía final, flotaba una pregunta ¿por qué cuando se rompe algo frágil hay más segmentos que los que se suponen recompuestos? Pensó que tal vez podría reconstruir dos mujeres en su caso. El cepillo arrastró el resto hacia el recogedor, y con un escorzo lo envió a la basura, ni tan siquiera de reciclaje.

Cada mañana Sergio encuentra un diminuto residuo opaco, tras absorber la luz de la luna, en el epicentro de la cocina. ¿Desaparece alguna vez el cristal de un vaso roto?


26 de noviembre de 2008

Ahondar

Enseguida supe que estando allí, al lado del mismísimo orientador Finisterre, se desprendería una roca enclavada al continente europeo durante siglos, conmigo encima, y por razones de gravedad caería, acariciando con violencia los acantilados para postrarse, no sin salpicar, libre sobre el atlántico. Ni siquiera pude demostrar mi valentía en dar el último paso, sino que fue la tierra la que me arrojó hacia mi pasado. Ahora llevo días navegando por aguas que sirvieron de huida, pocas veces de arribo y siempre para volver a escapar, porque al llegar, uno se siente sumido en una caverna, buscando el pilar que sustente tanta oscuridad, un pilar invisible pero consistente, construido a través de los años, macerado con la sangre de supervivientes y en potencial forma de cruz. Vago por un mar frío que al roce del viento levanta escarcha para congelar el ardor con el que me postré frente al acantilado; con miedo, o simple indecisión, de afrontar el momento en que una ola hunda para siempre esta pequeña balsa y las corrientes me depositen en lo alto de una montaña de cuerpos sumergidos sobre la plataforma del anhelo.





Imagen: "Atardecer en Viña del Mar", Pedro Bernal

24 de noviembre de 2008

El Banquete de las Moscas de María Paula Navas-Alarcón

A Lina y Jorge


Sucede en el otro lado del mundo, en una tierra hostil cuyo gobierno lucha en público por enmascarar la violencia y convencer al resto de que no ocurre nada y a la vez se disfraza con manchas verdes y marrones para golpear con sus botas negras, fuertemente anudadas, la esperanza de las clases más populares, las más inadaptadas de un sistema que ellos mismos han impuesto. Unos ciudadanos piden a gritos la paz y su pronunciación se pierde en el eco de la desesperanza, otros por el contrario piden permanecer en la miseria como único lugar ajeno a la incomprensión de la realidad colombiana, esa que en el momento de ocurrir, se olvida. Hay en todo esto una editorial comprometida, Norma, que busca poner voz, pro medio de las letras, a gente que apenas tiene ganas de pronunciar. Bajo la dirección editorial de María Elvira Bonilla Otoya, surgen ensayos, artículos, reportajes y libros como el que hoy sostenemos, “El Banquete de las Moscas”, de María Paula Navas-Alarcón, con relatos de ocho personajes reales que nadan cómodos en la inverosimilitud de sus vidas.


A menudo los escritores buscamos con nerviosismo paisajes literarios que enriquezcan el contenido discursivo de nuestros personajes, paisajes donde las acciones cobren una relevancia épica o por el contrario un simbolismo estético a la manera que Márquez construía Macondo o con la minuciosidad de los horizontes rulfianos. En este libro, el paisaje viene ya otorgado y se convierte en el personaje principal que enreda con su energía al resto, se llamaba El Cartucho y ocupó una almendra central de Bogotá hasta su forzada desaparición en el año 2005 y conversión en el Parque del Tercer Milenio (ese que nunca llega por más que pasen los años), por medio de un proyecto de la alcaldía. El Cartucho fue un lugar real que hoy ya se ha convertido en uno imaginario en la conciencia colectiva de sus moradores. Fue una ciudad con identidad propia, rodeada por un muro invisible pero permeable de forma que el que entraba ya nunca salía, pero el que salía, moría. Fue por tanto una fortaleza, cuya característica común más notoria es que cualquier avance que se producía era un retorno doloroso al pasado. En medio de ese espacio, vivían también los príncipes de la droga, en El Castillo, inexpugnable, donde se cometían todo tipo de atrocidades que se acallaban con el primer rayo de sol. Constituyen por tanto sus habitantes una sociedad que lucha, algunos más que otros, por ganarse un peldaño social después del último de la compleja escalera bogotana. Mensualmente llegaban los camiones de la beneficencia institucional, con mangueras de gran potencia (los mismos que se utilizan para disuadir manifestantes) para, una vez desnudos, arrancar la costra que se ceñía en sus habitantes, “a veces incluso parece que te van arrancando la piel”. Descendemos a los infiernos de lo inverosímil y lo hacemos detrás de la mesa en la que se sienta María Paula Navas-Alarcón, a su vez una trabajadora social del programa de rehabilitación, cuya inquietud e inconformismo la llevaron a saltar esa primera barrera para buscar el germen del arraigo social en los últimos que quedaron allí, incluido ella.


Todos sus personajes responden a las preguntas del Cuestionario de Proust, pero una de ellas, pese a su potencial futuro y a su vez libertad, marca el pasado de todos. ¿Qué le gustaría ser? Martín quiere “ser menos que nadie”, era un chico de familia acomodada que por culpa de una indecisión personal, en mitad de un viaje narcótico, queda enganchado para siempre en la realidad de El Cartucho. Son esos momentos en los que no reaccionas, te defraudas tanto a ti mismo que necesitas quedarte allí para buscarte siempre y que no te encuentre nadie. Ariel, sin embargo a esa pregunta niega, dice “no, yo soy escritor”. Entiende que no le gustaría ser nada más allá de lo que le obsesiona y no se resigna en una eventual negación del ser, lucha por lo que es: escritor; pese a que todo está en contra para su desarrollo, no tiene dinero para comprar el tiempo, no tiene máquina para escribir, incluso sus manos están prácticamente mutiladas después de que los hongos provocados por la recogida de basura derivasen en crónicos y para colmo la policía, en las múltiples actuaciones que realiza, le roban sus manuscritos, esos que no puede escribir pero sobre los que recuerda siempre el inicio: “caminaba Juan por el carril del ritmo…” Y es que Ariel escribe leyendo las historias en las tuberías que arregla o destapa y luego las lacra bien para no dejar pistas. Es la historia de un libro vacío. A Zohe le gustaría ser “de verdad o de mentira, pero algo”, ella sin embargo es una prostituta adicta a la cocaína y que admira a otra compañera que era azafata de American Airlines, juntas sobreviven sacando plata a los hombres importantes, aunque éstos no saben ni donde vive. A veces, no sabe si por su presente o por la cantidad de coca, le sobra el cuerpo (ese que da) y lo que quisiera es dejarlo por ahí para irse por su lado. Elena Helena, cayó allí por la dura crisis en su Cartagena natal y desde ese día, tiene fríamente calculados los días que cree que pasará allí. En su diario, que encabeza sin embargo con el recuento de días que lleva, anota con minuciosidad todos los sucesos (asesinatos, secuestros de bebés, etc) que veía desde la esquinita donde vendía su mercancía. Sin arrepentimiento le gustaría ser “la que fui”. El Deudo es un líder de zona que se encarga de mantener la dignidad de los ñeros, aun muertos, e intenta reivindicar sus muertes a las autoridades como símbolos de resistencia contra el alcalde que quiere hacer desaparecer El Cartucho, esa es su voluntad “ser yo mismo, pero cada vez mejor para servirle a la Comunidad”. Jesús es un jíbaro de la olla más grande de El Cartucho, un resistente de verdad, él no se mezcla con chantajeados. Estudió algunos años de Derecho y pronto supo qué hacer en la práctica con su vida: vender, estar al servicio de los consumidores, que nunca descansan, como él. Se dio por vencido y aprovechó la ayuda de transporte de la alcaldía para ir de vacaciones. Ahora piensa si lo que le gustaría ser es “en vista de las circunstancias, de pronto abogado”. Jairo es uno de esos jóvenes de un Cartel, que un día entraron a El Cartucho a hacer un recado y no volvió a salir. Su caída fue tan grave que lleva diez años encerrado en una habitación sin ventanas en las que hace pequeños orificios para intentar ver el mundo sin que por ellos quepa la serpiente que le busca para enrollársele en el cuerpo. Él ya no puede cambiar y muerto, sólo espera el tiro de gracia, por eso le gustaría ser “libre”. El Calvo era el cuidador sigiloso de El Castillo, paseaba y observaba todo lo que había extraño a su alrededor e informaba. Por la noche habitaba en las mazmorras, haciendo figuras de yeso bajo la única luz de una bombilla y la mirada atenta de sus doscientos gatos que nunca habían salido de allí y que fueron sepultados cuando se demolió El Castillo; a él le gustaría “ser más escultor que campanero”.


Todos estos personajes reales fueron los últimos en abandonar El Cartucho, aquel barrio inquietante a muy poquitas cuadras del Palacio Presidencial, a su espalda, en Bogotá. Este libro cruzó el Atlántico, desde allá, con una dedicatoria muy especial, “un poco de realidad colombiana para un ser que comprende, entiende y siente”. Me lo enviaba una persona muy querida que acaba de dar a luz un bebé (Joaquín) que mañana, gracias a María Paula Navas-Alarcón y al Grupo Editorial Norma, será también, como hoy lo soy yo, el último en salir de El Cartucho.



“El Banquete de las Moscas”
María Paula Navas-Alarcón
190 págs
Primera edición: septiembre de 2006
ISBN: 958-04-9564-5

21 de noviembre de 2008

Cómo como peces

Mi amiga B. observa con gratitud un paisaje de un lago templado, sobre el que flotan pequeñas plataformas ancladas al fondo. Encima de cada una de ellas se asienta una diminuta casa, con ventanas y sus respectivas cortinas de censura, pintadas las cinco de colores cálidos pero llamativos en contraste con el verde de los bosques perimetrales y el azul oscuro de los fondos de agua enigmáticos. Mira también a Y., que cuelga un pequeño pájaro encerrado en su jaula en el punto más alto del vértice unión de las dos caídas del tejado. En cada casa habita temporalmente un pescador.

Mientras, C. asiste con asombro a la auto-mutilación de Y., que une cinco anzuelos y se los inserta en la garganta, amarra con firmeza el sedal de todos ellos en su mano derecha y tensa, tensa, tensa hasta desgarrar las cuerdas vocales mientras sus ojos se van tiñendo de la sangre del sufrimiento, mezcolanza del presente y del pasado. Cae al agua, las burbujas trepadoras de oxígeno se han teñido de carmín y Z. tiene que agarrar la caña, recoger el sedal y rescatarle de un mar en el que algunos peces siguen nadando heridos. En cada hombre habitan pedazos de carne desollada.

19 de noviembre de 2008

Somos un error peligroso (más allá de las imperfecciones que creamos)

Estoy escribiendo esto y lo hago con el miedo de que suceda otra vez. Al finalizar la escritura llega el primer mensaje de lo que hemos hecho, es decir, pareciera que siempre esperamos con miedo que un acto de libertad, como pudiera ser publicar, sea el formato que sea, tenga que tener obligatoriamente una respuesta. Yo me intento designar en el anonimato sustantivo. Escribo, cuento, digo, seguramente para arrepentirme dentro de unos días, pero siempre sucede otra vez. No puede ser que la creación en sí misma se haya convertido en contestataria desde el mismo momento en que es lanzada a un mundo globalizado, opinante y en su voracidad, perverso. Y así sucede una y otra vez. Terminas de escribir algo, una reflexión, un pensamiento, en definitiva, una preocupación, y la forma de exteriorizarla es pulsando el botón naranja denominado “publicar entrada” (nunca antes fue tan fácil). Ya intenté sin éxito sustituir la denominación del susodicho, en este tentativa loca por renombrar las cosas para cambiarlas de sentido o al menos para armonizarlas en función de la ficción en la que habito; mi nombre elegido era “gritar”. Lo que nunca pude imaginar era que tal acto iba a tener su primera repercusión en mi email personal: una notificación ipso facto de la publicación, que de forma inocente quiere informarme de que un contenido habita libre en el blog, llena un espacio más del libro vacío. Lo más asombroso de todo es que dicha comunicación se produce, muy al contrario del resto de emails que recibo, remarcada en un color rojo alarmante junto con una señal parecida a (x) y con un recado resaltado sobre un fondo amarillo que reza: “este mensaje podría ser peligroso” y matiza de forma objetiva “y puede causar serios problemas en su equipo”.
Tal vez lo más grave de esta situación es que me tengo que fiar de mi mismo y asumir el riesgo que entraña desbloquear el mensaje para ser consciente de lo que he escrito. Fin. Publicar Entrada.

17 de noviembre de 2008

Día de Perros

Al salir del trabajo no pude evitar la elegante postura de poner, por primera vez, los cuatro miembros articulados sobre el suelo, levantar la pierna derecha y mear (previa apertura de la cremallera e inclinación suficiente) en la farola que alumbraba la entrada del edificio que me da de comer. Volvía libre al redil donde el calor no se sustancia necesariamente en el vapor de la micción creada. Días después sentí la extraña confusión de perderme (no pederme) en los ladridos de una jauría de una tonalidad mayor. Ahora tengo el olfato más desarrollado, lo emplearé en la diversidad en la que me muevo, meneando el rabo.

Os dejo un artículo aparecido en la Revista de Arte y Literatura Cinosargo


GOMBROWICZIDAS

UNA CUESTIÓN DE PERROS
por Juan Carlos Gómez

Hace más o menos dos lustros, Eugenio Noworyta, mejor dicho, el Camaleón, por aquel entonces Embajador de Polonia en la Argentina, en el medio de una conferencia muy seria que estaba dando en el Centro Naval de Buenos Aires, relató la historia del encuentro de dos perros, uno checo y el otro polaco. Los pichichos se encuentran en la frontera, el perro checo está bien alimentado y va camino de Polonia, al perro polaco se le ven las costillas y va camino de Checoslovaquia: –¿Adónde vas, pregunta el perro checo; –Voy y a ver si puedo comer algo, ¿y vos?; –Voy a ver si puedo ladrar un poco.

Porque les damos de comer y por su instinto altruista los perros polacos, los checos y todos los demás perros han llegado a tener un gran afecto por nosotros al punto que, según se dice, no hay hombre por más ruin y miserable que sea que no lo pueda querer un perro una mujer.
Los terratenientes tienen en general una buena relación con los animales, a Gombrowicz lo alcanzan las generales de la ley, es una predisposición que paradójicamente humaniza el carácter de los hombres, como también le ocurría a Bioy Casares.
Gombrowicz era muy tierno con los gatos y con los perros. En cierta oportunidad en que le había pedido ayuda a dos jóvenes señoritas para pasar al francés la versión española de "El casamiento" les pagó con siete gatitos que había encontrado en la calle; también dio muestras de una gran congoja cuando murió el perro de la Frau Schultze, la encargada de la pensión de la calle Venezuela.
Cuando apareció "Ferdydurke" en la Argentina Gombrowicz se convirtió en el editor de una revista literaria a la que le puso el nombre de "Aurora", se tiraron cien ejemplares del primer número que, lamentablemente, también fue el último.

Era un panfleto humorístico, una sátira en la que se burlaba a la manera estudiantil de Borges, Capdevila, Larreta, Barletta y Victoria Ocampo, un libelo en el que observé por primera vez cómo Gombrowicz separaba el texto en partes con anuncios publicitarios caninos.
"Un perrito blanco lanudo, y bien alimentado"; "Se busca perro grande para achicarlo"; "Un perro lindo y grande con cachorros y dos perras"Gombrowicz pasaba así de la seriedad de la aparición de "Ferdydurke" en el continente Sudamericano, a la ligereza de las intervenciones caninas.
Es indudable que con esta intervención de los perros Gombrowicz nos quiere provocar la risa.

Reír resulta agradable porque nos satisface el triunfo del conocimiento intuitivo, la forma natural del conocimiento inseparable de nuestro ser animal, sobre el pensamiento abstracto.Nos agrada comprobar que el pensamiento es incapaz de comprender todas las variantes que presenta la realidad, es placentero ver perder a la razón de vez en cuando, un dominio severo, perpetuo y molesto. Gombrowicz mezcla la seriedad con la ligereza para hacernos reír a nosotros y para provocarse la risa a sí mismo.Un canon que aparece en los diarios y que Gombrowicz utilizaba sistemáticamente era el de hacer seguir la ligereza a la seriedad y viceversa, para satisfacer este principio a veces recurría a los perros.

"Mi perorata sobre la problemática contemporánea la di ayer (...) ¡Dios mío!, hablaba como hablan hasta los más célebres, es decir, simulando que me sentía como en mi casa, que aquello era para mí pan comido, cuando en realidad cualquier cuestionario indiscreto me hubiera dejado desarmado"Después de esta memorable intervención de carácter intelectual en una charla magistral que había dado a los estudiantes de Santiago del Estero, rematada con una persecución vana que le hace a un muchacho indígena por las calles de la ciudad, aparecen unos pichichos que le dan título a una serie de pensamientos bastante serios.
Se refiere a los abogados y a los ingenieros, a los que ve como naturalezas vulgares condenados únicamente a la ciencia, todo lo demás era para ellos una tomadura de pelo de la que tenían que defenderse para no ser engañados.
Se refiere también a sus alumnos de filosofía a quienes previene de su falta de seriedad, pues era un bribón al que le gustaba divertirse y burlarse de los alumnos y de sus enseñanzas. A que su exceso de inteligencia e imaginación lo llevaba a la estupidez puesto que nada resultaba para él demasiado fantástico. A que el arte sólo le teme a la tibieza, un apotegma fundamental en las concepciones de Gombrowicz. Y por último saca la conclusión de que tiene poca resistencia para sus angustias, una debilidad que le dificulta la entrada a un ascensor o la subida a un tranvía. La imaginación le hace aparecer los tormentos del momento con un aspecto insignificante, antes de llegar a ser verdaderos tormentos. Esta manera de acercarse al dolor, piensa Gombrowicz, corroe el valor como los gusanos a la madera.
A cada una de estas reflexiones más o menos serias las acompaña con sendas publicidades para perros.
"Perrito mojado o sólo húmedo a elegir"; "Perrito blanco, sabroso, bien nutrido"; "Cambio perro negro mordedor por dos viejos"; "Perro mojado y gordinflón"; "Los perros se mordisquean en la canícula.
"En ese panfleto humorístico al que dio en llamar "Aurora" también utiliza a los perros para atacar la responsabilidad por la palabra.

El escritor Hipólito Alonso Pereiro estaba escribiendo a máquina la primera página de su novela en la que un mucamo le pregunta a la señora si había ordenado llamar el coche. Cuando Matilde le estaba diciendo que sí, pero que no había ningún apuro, en vez de pero, y por error, a Pereiro le salió perro.

Un escritor con menos fuerza de carácter hubiera corregido el error, pero Pereiro era consciente de su misión y aceptó con responsabilidad la palabra que había escrito: –¡Perro, insolente perro! Y esta respuesta de Matilde obligó al pobre Pereiro a modificar la respuesta del mucamo: –Si yo soy un perro, entonces usted, señora, es una pera.
Este nuevo error que se le deslizó en el teclado de la máquina, pues en vez de perra escribió pera, lo obligó a cambiar otra vez : –Si yo soy un perro, entonces usted es una pera perra, una perra pera para mí, señora, porque sepa que a mí me gusta la bruta.
Quiso decir fruta pero ya era tarde: –¡Ah, soy bruta, que me muerda si yo soy bruta! Había querido decir muera: –¿Morderte? ¡Con pusto!; –¡Infame, sos coco!; –¡La Coca-cola es usted!; –¡Lococo!; –¡Co-coco, cocococo!








Dos gombrowiczidas, uno peruano ( Daniel Rojas Pachas ) y otro español ( Conrado Arranz ), recientemente ingresados al club, se han acercado a nosotros moviendo la cola razón por la que me he visto obligado a motejarlos de Perro Uno y Perro Dos, en ese orden.El aspecto de estos dos perros que se observa en las fotos de este gombrowiczidas es noble y generoso, a ellos dos les consagro entonces esta historia verdadera.





14 de noviembre de 2008

Interpretar desde el silencio

De camino a casa encontré, apuntada en mi libreta, una frase de Emilio Lledó que decía: “la soledad del lenguaje requiere un esfuerzo ininterrumpido por arrancarla de su original silencio”. Al leerla, desapareció el paisaje gris sobre el que caminaba, que no es otra cosa que la moderna urbanidad, y apenas me encontré en el epicentro de una luz blanca y cegadora en la que, entendía, debía construir de alguna forma, o no, mi propia interpretación. El lenguaje surge silente, aborda el trasiego de la realidad desde una óptica expectante e inerme; desnudo ante el revestimiento del interpretador. Apareció entonces un parque, mejor, se insinuó, porque yo decidí que así fuera. Allí me senté en un banco que, pese al espacio vacuo y libre de cualquier mirada ajena y desprevenida, no estaba; pero el primer objetivo ya estaba conseguido: no vi la superficie de madera y fierro, pero conseguí mantener mis rodillas plegadas y mi trasero apoyado en aparente levitación. Escuché el silencio del entorno, un silencio primigenio, distinto a los que yo había conocido hasta ese momento. En este silencio no existía el ruido, tampoco una ligera brisa para distraerlo, era la nada sobre la que se bracea libre, la que te abraza. Se estremecían las hojas de los árboles de mi parque, las oía mientras quebraban el vacío, luego fueron las minúsculas partículas de tierra que se quejaban al ser arrastradas por mis pies, si ponía más atención el aletear de los pájaros surcaba mis oídos como planeadores, algún graznido también, pero no me interesaba tanto. Saboreé unos instantes más esos momentos, me levanté y al hacerlo, arrastré el parque como si de una manta gigante se tratara. He llegado a mi barrio, y el olor a humo me destapa.

11 de noviembre de 2008

Esas cosas tan cotidianas como fantásticas

a Juan Carlos Gómez

Sumergido en la lectura de los últimos cuentos de Monzó, es difícil apartar la vista hacia algo, por más que haga gestos obscenos para captar la atención. Aquella pelusa apareció recorriendo la superficie que poco antes había pisoteado, víctima de un nerviosismo contagiado de cualquier pensamiento futuro. Al poco tiempo, y una vez concluido el cuento “La llegada de la primavera”, más o menos en la mitad simétrica del libro que no la estructural, la pelusa se posó en un espacio contiguo a mi pie. Aparté la mirada del libro para constatar el hecho casual de que la luz, que entraba por el intersticio que dejaba la puerta de acceso a la única habitación exterior de la casa, se proyectaba amargamente sobre aquella maraña de pelos, dotándola de una relevancia que no le correspondía más allá de mi sonroja, una relevancia que podíamos catalogar de opaca. Era un vulgar día de invierno. Como no podía ser de otra forma, abandoné mi lectura, sin saber el tiempo, y me incliné hacia tan preciado habitante, sagaz luchador y no menos valorado fuguista de los quehaceres cotidianos. Al hacerlo, sentí que yo mismo me enredaba en su textura; cada hilo que lo formaba se convertía en un conducto sinuoso que no conducía sino a otro más maléfico al que me amarraba con el propósito de encontrar un cabo del que tirar y desenredar aquella cúpula en la que me había introducido y cuya finalidad de poseerla en su rectitud yacía en mi ignorancia.

Por suerte, a la mañana siguiente, recibí un e-mail de Juan Carlos Gómez, el mayor de los gombrowiczidas, al que hoy no puedo sino considerar mi amigo (dado lo fantástico de la situación). Él había resuelto sus problemas en cuanto a la búsqueda de una idea única que explicase a todas las demás en gran parte gracias a la sencillez con la que su amigo Gombrowicz (mi obsesión “diaria”) explicaba cómo las ideas insignificantes y sin entusiasmo nos llevan a pasear por todo el universo.

No tengo nada más que decir que no sea la recogida de dicha pelusa que me incluía dentro y el pensamiento aprehendido de que “el buen tiempo invade la suciedad de los días feos” (Witold Gombrowicz, “Diarios”)

9 de noviembre de 2008

Deseos

Era de noche y decía "mátame de amor". Era de día y amaneció junto a un cadáver.


6 de noviembre de 2008

De Libros Incorregibles

He tenido visitas y algo común en ellas: no entendían por qué los libros se encontraban apilados en el suelo, en columnas, retorcidas, escorzadas, retando a la gravedad; encima de la primera de ellas, “Una soledad demasiado ruidosa” (Bohumil Hrabal), nada más allá en una colonia olvidada (por turistas e instituciones) de un barrio olvidado, al sureste de la capital del olvido. Jesús agarró el libro entre sus manos, lo intentó mantener en cierto equilibrio, calibrando tal vez el peso exacto que tiene el ruido en la soledad de la que se vio rodeado. Los pilares se iban sucediendo a lo ancho de toda la casa, aprovechando el que se encontraba más cercano al comedor había colocado una lámpara que me regalaron hace dos años y mantenía olvidada en un armario. Jesús se asomó a la habitación donde tiempo antes se encontraba la librería y apreció, no sin suspiros, que todo estaba allí: la mesa de trabajo, algo abandonada, los estantes, los cuadros que decoraban y servían de escapatoria a tanta letra, incluido el homenaje por el Partido Socialista Popular, aquí en Madrid, tras tres años desde la muerte de Allende; ni un solo libro respondía al eco de la voz de Jesús, preguntando qué había pasado. Las estanterías ceden al peso de los volúmenes, algunos de ellos ínfimos, portátiles, otros sin embargo abanderados de la rebeldía, y miré como poseído el lomo métrico de los “Diarios” de Gombrowicz que un día Seix Barral se atrevió a publicar para mi perdición. Sólo uno se mantenía enhiesto, aguantando la degradación y en equilibrio ante la vencida madera que apuntaba al suelo, decía “La tiniebla de la razón. La filosofía de María Zambrano”. Jesús apenas podía entender lo que había ocurrido en una casa que, visitada hace menos de un mes, acogía en extraña armonía al invitado y le acomodaba en el sofá tras pasear viendo lomos y lomos de libros pegados pero tan distantes en su concepción. Mi única respuesta, hasta ahora nunca planteada, a la persistencia racional del amigo fiel incapaz de entender (como yo) por qué los libros estaban apilados en el suelo, fue acudir a la hipótesis filosófica de argumentar a través de la consecuencia una explicación a la causa: “porque las estanterías están vacías”, afirmé y nunca más volvimos a tratar el tema.

3 de noviembre de 2008

Días muertos

"¿Dónde has dejado a los niños?", pregunta una madre joven vestida de azafata, con escote, pero magullada en la cara, tal vez para distraer miradas, y de sus brazos parece brotar sangre que se frena sospechosamente en mitad de la mano en forma de gota de cera. "Con la abuela, ella sí puede ir el martes", le contesta el supuesto marido o novio o simplemente el vecino que parece haber tenido un percance con una ventana, ya no sé si del coche, por un accidente de tráfico, o de la casa, tras resbalar con un líquido derramado en el suelo, en cualquier caso provocando la consecuencia, a primera vista grave, de tener clavados cristales en la zona pectoral y traslucir manchas rojas, ya coaguladas a través del jersey que luce (usa) con orgullo. "¡Cállate ya!", chilla la vieja, vestida con una peluca desordenada y jovial, a un negro que luce una careta que parece emitir un grito de terror interminable. "Llevamos dos horas mamá", afirma el adolescente Freddy Kruger, pasota y con ganas de rebanar la piel a todos los que le obligan a estar de pie por deber, para él castigo de su madre, que parece haber asistido a un encuentro de vampiros en New Jersey en competencia por buscar la piel más blanca posible, ingrávida y traslúcida, para ocultarla a unos rayos de sol soportados con estoicismo; y voracidad de sus propias entrañas, acogidas en las fauces del primero de todos ellos, que parece disfrutar con cada crujido al masticar el intestino, mientras sostiene un sobre blanco en la mano, intentando que no se impregne de la sangre que derrama, que ya hubo bastante y para eso comió en paz antes de llegar. Detrás un viejo espera con ansia su turno y de impaciencia se ha clavado el hacha en la cabeza, "ahora no sabré a quién" dice con sorna a todos los que salen del prefabricado edificio, la mayor parte de ellos desangrados, prostituidos y sin ilusión (alguno brama al despojarse de la suya).
Cosas así, juntas me refiero, sólo pueden ocurrir en una larga fila de votantes anticipados en Minnesota el mismo día de muertos. In god we trust?

2 de noviembre de 2008

Una cúpula para la memoria


Supongo que no es tema de sonrisas para unos aunque otros sí dormirán aliviados de que un símbolo de la represión franquista se encuentre ya en estado avanzado de demolición, ya casi cuando todos los sentimientos y gritos ahogados que contenían sus gruesos ladrillos, que con moral carga fueron transportados por ancestros, sueltan una especie de tufo avocado a la putrefacción, a la descomposición más olvidada sobre unos terrenos que un día llamaron vertedero o a esperar que otros cascotes de casas más viejas los sepulten para siempre. Una cúpula, la de Carabanchel, que representaba a todos y a cada uno de los cinco brazos que salían de ella, a homosexuales, rojos, transgresores, artistas, pensadores, algún que otro maleante confuso pero sobre todo al brazo de la memoria que, pese a los sótanos y las cámaras cerradas con doble o triple seguridad, atraviesa cualquier impedimento para sustentar una cúpula que aglutina las máscaras de pavor del torturado y la de los torturadores como si fueran una de aquéllas dobles que se empleaban en el teatro romano y que obligaban al actor a retorcerse para ofrecer a los espectadores la adecuada. Una petición, mantenerse en pie como símbolo de nuestra herida, cicatrizando el cielo que un día fue de todos, aunque alrededor de ella surgieran nuevas edificaciones frías y residenciales que la minimalizarán; una cúpula bajo la cual recordar las añoranzas de quienes por allí pasaron; una cúpula sin brazos, sólo para mirarla en su vacío y pensar, pensar, pensar sin utilizar la fuerza. Hoy está destruida y nosotros cerramos en falso un nuevo canal de nuestra historia, un símbola más sobre el que intentar entendernos, sepultamos con sus piedras ya minúsculas los terrenos donde aún yace la imperecedera putrefacción ósea con el gesto de horror al saber que no tendría nada más que decir.
Hoy muere una cúpula blanca, ahogada bajo los colores de otra cúpula que nace, la de Ginebra, con la intención de iluminar un mundo de ideas para la paz; una cúpula que, conociendo a Barceló, estoy seguro que dejará pequeños y recónditos espacios en blanco, apenas salpicados, como vías de escape a la memoria de un pasado que nos pertenece a todos, por más empeño que tengamos en olvidar, derrumbando.

 
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