30 de diciembre de 2009

Feliz diciembre

En este diciembre octubrado, felicito a todos aquellos que al final de una cena se reparten el pastel, empezando por el cocinero que si bien conseguirá el resultado de una tarta perfecta, a todas luces escasa, se habrá encargado ya de restar valor a la materia prima, con suerte alguno le pillará con las manos en la masa y para evitar una denuncia participará del festín aunque su único cometido sea servirlo cortésmente a los demás… qué haríamos sin los pillos, principio y fin de la picaresca; ya antes el pinche, fruto de los despistes, por excesos del propio cocinero (tal vez esté afilando con esmero los cuchillos) y corte a corte, de lo pequeño a lo diminuto, de éste a lo minúsculo, hace acopio de elementos que decorarán el bochorno culinario, que lance la primera piedra quien no se haya quedado alguna vez engatusado al ver un escaparate. Ya por fin listo, a todas luces escaso, el pastel será expuesto sin sonroja a la vista de los invitados a comer de él, por partes desiguales, por supuesto, que para eso hemos avanzado un siglo. Habrá quien se sorprenda de que el primero en partir (acción y efecto de cortar… no de irse) sea un negro que se ha puesto colorado cuando el camarero, antes amotinado, le ha entregado el nada discreto cuchillo que antes afilaba el cocinero, afirmando “¡a por él, que tiene premio!” (sin hacer nada, agrego), y tras el rubor y siendo consciente de no merecer tal displicencia, se ha abalanzado sobre el susodicho dulce y engalanado postre sin conocer que las cerezas que lo adornaban no pueden ser enteramente partidas al ser garantes de un redondo hueso, pero sí esparcir un jugo rojo sobre el blanco impoluto de la nata, y también sobre el traje de algún ilustre invitado que quiere no poner en duda de sus vergüenzas. A cada corte un “¡oh!” y un frotarse las manos entre invitados que guardan en su bolsillos estadísticas para demostrar su valía, incapaces de hacer acopio en su memoria un espacio para la dignidad (los hay que no probarán bocado… pocos días antes alguien con humor sarcástico le había empotrado el cuerpo que encierra el poder divino en los morros, dejando algún diente a mejor recaudo… ¡no probarás bocado!... prescribe el cortador –a los ojos del amputado un simple esclavo-). Es un festín de invitados en el que sólo se tiene una certeza: no sobrará ninguna parte del pastel, aunque un activista no invitado deje la huelga para regresar a su hogar o aunque cada día mueran miles de humanos por hambre, civiles a manos de soldados, animales y naturaleza bajo nuestra huella de caucho… sigamos repartiendo el pastel, en cientos de platos, luego los invitarán con pleitesía a pasar por la cocina y admirar la cantidad de cacharros que han quedado sucios y destruidos virtud del feroz y goloso hambre de los dignatarios… hay que limpiar, y esto nos toca a todos… pero eso será el año que viene, porque éste, ya se ha acabado.

Que tengan un feliz año 2010 desde Copenhague

1 de diciembre de 2009

José Emilio Pacheco

Probablemente, nunca me he alegrado tanto de que alguien reciba un premio, sea cual fuere, sí alguna beca de investigación o de creación, pero nunca un premio, siempre me han parecido descontextualizados, insensatos, ya no otorgados de antemano, pero sí falaces, todo por el mero hecho de tener que emitir un juicio sobre una obra que no pertenece al modesto examinador, criticar de antemano, rechazar, quemar manuscritos, valorar una obra a salto de párrafo, sin dejar que de las letras escurran tan siquiera pequeñas lágrimas negras; para descargo de esto debo decir también que jamás he sido premiado, tampoco me lo merezco, con lo cual esto es un voto de confianza a esos jurados… y conste que defiendo la posición de juez de concurso, al fin y al cabo esta vida deshumanizada (y no en el sentido de Ortega y Gasset) nos obliga cada vez más a comportarnos como pícaros, y decía Alfonso Reyes que el procedimiento picaresco de “trabajar para comer” lo que hace es encubrir nuestra mendicidad. Así que si hay que ser mendigo disfrazado de pícaro, qué mejor que hacerlo leyendo y desechando manuscritos a realizar aburridos trámites burocráticos como yo, prácticamente a imagen y semejanza de Martín Santomé, en La Tregua.

Dicho el responso en letra chica, comienzo el exordio en letra grande: cuánto me alegro de corazón que José Emilio Pacheco gane el Premio Cervantes de las Letras, no por lo que representa, sino por él, seguramente la persona más humilde que he conocido nunca. La historia se remonta a la lectura de “Las batallas en el desierto”, libro que, después de haber leído su poesía, anhelaba tener, palpar y como luego sucedió: devorarlo en unas horitas, haciéndome plantear mi pasado, como si de un ensayo sobre el psicoanálisis se tratara. Este libro nos lo regaló un gran amigo mexicano, escritor, en cuya primera página, esa completamente blanca que tanto miedo da al abrir, dispuso su dedicatoria personal. Después, ya en noviembre del corriente año, tuve la oportunidad de conocer en persona al autor, en Casa de América, escucharlo recitar y aportar los datos biográficos en cada nuevo poema publicado con Visor. Fue una tarde apacible, no parecía que estuviésemos en una conferencia o lectura, sino en un son armónico, donde circulaban las palabras humildes, cotidianas, sin moldes, algo traviesas y de una velada subversión, buscando acomodo en la aristocrática sala del Palacio de Linares. Buena presentación del poeta Benjamín Prado, rigurosa, halagadora hacia la figura del que es uno de los mejores poetas vivos de la lengua castellana, resuenan Gamoneda y Gelman también. José Emilio Pacheco habló con el corazón en la mano y sin ropajes, descubriéndonos a todos el mendigo literario que tiene dentro, sin picaresca, el ansia de que la letras mexicanas sean reconocidas como se merecen, de que nos interesemos en los jóvenes poetas, en su pureza y empuje (yo aporto dos nombres que no dejarán indiferentes, Emiliano Álvarez, Anaïs Abreu), la literatura no es sólo lo que se promociona, sino lo auténtico y original que tenemos cada uno dentro, José Emilio no rechaza nunca ningún escrito que provenga de un joven escritor, así ocurrió ese mismo día al aceptar la primera novela de Francisco Negrete con un auténtico “por supuesto, la leeré”. Nos confesó que había decidido hace cinco años no volver a escribir por una ilusa sensación de exceso de obra, pero que pensó que si no hablaba él desde la vejez lo harían otros en su nombre, y se lo agradece, pero prefiere hacerlo él, si vive. También reveló que la vejez no le hace más clarividente (“ya os daréis cuenta”), y que cuándo le preguntan algo sobre el futuro, suele responder “de 2010 a 2020 van a ocurrir todas las cosas que menos imaginemos…, pensando de esta forma nunca se falla”. De su obra le cuesta mucho hablar, “sólo” cuenta cómo surgió el poema, dónde, en qué hecho que para muchos parecería sin importancia, y si le obligan a decantarse afirma, “sí, hay una cosa que hago maravillosamente, poner grandes epílogos que opacan mi poesía”. Como la sinceridad a veces se adueña de las palabras… nos acercamos, al final del encuentro, a que nos firmara la edición de “Las batallas en el desierto”, le hizo mucha ilusión encontrársela y al ver que la primera página estaba ya firmada dijo, “pues yo aquí abajito, que no se me vea mucho, porque no hay nada más puro que el sublime acto de regalar un libro…” y puso su dedicatoria, aprovechando los nombres de la anterior y escribiendo algo que a día de hoy no alcanzamos todavía a descifrar.

¿No he escrito demasiado para decir que mi idilio comenzó con una sencilla lectura, se consolidó con sus poemas y no me defraudó con su presencia? Creo que sí, como no podría ser de otra forma, no he estado a la altura de José Emilio.





Imagen: José Emilio Pacheco visto por Sciammarella

 
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