24 de agosto de 2009

La serenidad violentada

Desde el origen de la razón humana, que por inmemorial y por falta de vidas pasadas (y lecturas necesarias), no soy capaz de cifrar, el hombre y la mujer han gozado en cierta forma del sufrimiento ajeno. No debemos olvidar que la empresa más próspera y en la que se han movido todo tipo de intereses (en la que España, por ejemplo, perdió todo el oro que ensangrentado venía de Latinoamérica) fue, es y tiene visos de seguir siendo, la guerra. Incluso en la Edad Media, los caballeros a través de sus justas y torneos, construyeron un mundo extraordinariamente simbólico y bélico, cuyos pilares básicos eran el espectáculo y la guerra, con las consecuencias de dolor humano subsiguientes.

El recuerdo de Frida Kahlo me hiere cada vez que me envuelve y en estos días volvió a hacerlo de nuevo; sobre todo porque es un dolor de humo: emana de lo más profundo del ser de su obra y biografía, te va envolviendo con una extravagante e irreverente sonrisa y te opaca en un ecótico* vacío. Sus obras son de una tierna violencia que no pueden sino agitar a la mayor de las rocas, a los hombres de piedra que vivimos rodeados de cemento a lo largo de toda nuestra existencia… porque Frida vivió una guerra personal en la que su carcasa luchaba por no dejar transpirar el alma, y ésta tenía que hacerlo a través de una mano temblorosa que debía estar horas en forzado paralelismo con el suelo, buscando un punto de gravedad que la hiciera sentir viva. Lo conseguiste Friducha y hoy tu corazón late en el interior de tu obra, la eterna, la incontestable, como late el nuestro golpeando el caparazón oscuro que nos amarra.
Nunca pensé en sentirme atado a mi estómago que lejos de volver a ser el mismo se encarga de recordarme su función vital.



Imagen 1. Pintura: Autorretrato. Frida Kahlo
Imagen 2. Fotografía: Serie "El Baño de Frida". Graciela Iturbide.

*Sí, ecótico no existe, pero es el adjetivo que más me une a esta sensación.

16 de agosto de 2009

Hay maneras de irse, maneras de volver y maneras de sentir que nunca has vuelto (o nunca te has ido). De cualquier forma, la desaparición es la más enigmática de todas ellas. Sí, no avisé de mi huida (había ladrones que leían mi blog y permanecían al tanto de esta manía que nos da por contarlo todo). La vuelta de México ha sido más dulce esta vez por culpa de Graciela, una mujer escapista que nos la jugó con los horarios antes de marcharnos y tuvimos que postergar la vista a su exposición. Allí también pudimos reencontrarnos felizmente con Andrés y Ainara, con quienes en soledad individual pudimos disfrutar de la magnífica exposición (ellos en una privilegiada segunda visita que propició elegir un orden distinto).

Ante la obra de Graciela tal vez lo que más toque sea el silencio; un silencio sepulcral en nosotros mismos que viene configurado por el sentido de la muerte y de la naturaleza que cada uno de nosotros tenemos. También porque el espectador llano, como nosotros, se acerca a la fotografía con una profunda extrañeza (como si fuera la primera vez que reconocemos algo), pese a que la muestra es de una irreverente cercanía y una realista presentación. Ese es uno de los accesos al conocimiento que adquirimos de la mano de Graciela: el simbolismo y el surrealismo no están tan alejados de la realidad, simplemente tienen más que ver con la empatía, con el mimetismo del más realismo de los factores en estas circunstancias, el fotógrafo. Graciela no es ninguna impostora, es una mujer desnuda e invisible que nos regala su sentido, ni siquiera su mirada. A veces también se nos muestra (cumple con el instinto voyeur): como una verdadera seri, cuyos pies (“para qué os quiero”) permanecen hieráticos en la bañera profanada de Frida (donde yacen sus muletas enlazadas con un cuadro de Stalin), mordiendo las frías escamas de unas serpientes obscuras que le acercan un poquito más a la muerte…

Naturaleza y muerte son las vivencias y los sueños que Graciela plasma en su fotografía; una naturaleza siempre adulterada por algún elemento que indica la mano del hombre y la conduce a la sequedad, al hermetismo; una muerte húmeda, ceremonial, ritual, que se entremezcla con lo carnavalesco para definitivamente transgredir la línea de la religiosidad y hacer de los ritos un universo complejo, personal, del que Graciela se apodera solidariamente para retratar.

Tal vez la secuencia más impactante sea la colección de pequeñas fotografías (apenas perceptibles en la magna exposición si no fuese por la voracidad expresionista de su llamada) realizadas en 1978 en el cementerio de Dolores Hidalgo (Guanajuato), cuando la fotógrafa se encuentra en el entierro de una pequeña y la familia se aviene a posar e incluso a abrir el ataúd de la niña en un anhelo tal vez de eternidad momentánea. En el transcurso de la procesión, un cadáver, cuyos zapatos y pantalones están intactos a diferencia de la codicia con la que la mitad superior ha sido devorada por los buitres, corta el camino racional a la tumba de la pequeña; en lo alto miles de pájaros sobrevuelan el terreno, anuncian: la vida no es un camino recto, la muerte está al asalto de la naturaleza o ¿somos nosotros quienes la circundamos? Transcribo las sabias palabras de Graciela al respecto: “…En la vida todo está ligado: tu dolor y tu imaginación, que quizás te sirva para olvidarte de la realidad. Es una manera de mostrar cómo se liga lo que vives con lo que sueñas, y lo que sueñas con lo que haces y queda en el papel. […] Las obsesiones provocan apariciones. O mejor dicho, fomentan un estado mental que te hace ver lo que vas buscando”.

Por eso el dolor que causa la separación de un México tan ambiguo es contrarrestado por el contraste de las emociones inevitables que han causado sus imágenes en mí. Gracias Graciela Iturbide.

Fotografía 1: Mujer Ángel, Desierto de Sonora.
Fotografía 2: Secuencia Cementerio de Dolores Hidalgo, Guanajuato.
Exposición: Fundación Mapfre Madrid (Sala Azca), del 16 junio- 6 septiembre de 2009

 
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