14 de noviembre de 2007

Recibí un regalo.

Recibí un regalo sin remite. Acostumbrado al acceso sencillo de las cosas encontré complejidad al abrirlo (y ya estoy dando por hecho que accedí, cuando ni tan siquiera lo tengo claro). Tuve que pensar. Algo humano a priori, me dije. Era una caja de madera, admitía giros y distintas perspectivas. Me senté en el sofá naranja del salón, apoyé los codos sobre la mesa y mantuve en mis manos aquélla cajita verde que me recordaba a una parecida que compré en mi viaje a Budapest. La volteé, deduje que cuatro de los salientes que tenía en uno de los lados eran lo que se podría denominar patas, con lo que el enigma alcanzaba un lado animal indómito. Me imaginé viajes que podría haber hecho a lo largo de la sabana africana o en un globo atravesando Rusia en plena nevada invernal; su color también me transportaba a los fértiles valles del sur de Marruecos. Le di la vuelta de nuevo para fijarme mejor en las hendiduras. Una de ellas se retorcía para limitar el borde del espacio cubil del área en el que nos encontramos tú y yo. Alcancé a deslizar la pequeña regleta, que conmovida, me abrió espacio a un nuevo dilema ¿tirar de ella o buscar otra salida en los intersticios de la caja? Tiré de ella, porque al fin y al cabo seguir buscando se convertiría en cavar sobre mis dudas. Se desplazó la tablita y la encajé en un espacio oblongo en el lado inverso de la caja. Se liberó una placa metálica que había pasado desapercibida justo al lado de una de las patas. Una llave de dos dientes más parecida a una aguja, anclada con un hilo fino rosa, llamaba a ser encajada en su respectivo ojal, pero éste escapaba de la visión de todo ser que pudiera denominarse explorador. Cerré la placa metálica, extraje de nuevo la tablilla y mágicamente apareció allí el agujero, más negro de lo que hubiese imaginado al pensar en el vacío; estaba delante de mí y metódicamente escuchaba su llamamiento. Encajé la llave y uno de los lados de la caja se abrió. Posé las cuatro patas sobre la mesa del salón, terminé de abrir la tapa y surgió aquél pequeño diploma enrollado con hilo dorado. Lo abrí y recordé que era el mismo que un día un pajarito sacó de una jaula en la plaza principal de Coyoacán, nunca lo entendí más allá del espectáculo y por eso perdí el interés en el mismo. Decía:

“Tu vida dará vueltas como manejada por fuerzas sobrenaturales que no podrán hallar en ti más intersticios que los que tu quieras mostrar. El tiempo en tu existencia pasará deprisa”.

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