28 de abril de 2009

La costumbre

Ocurre durante un atardecer rugoso en el que las nubes se pliegan para acariciar el sol y proyectan unas partículas rojas que aterciopelan la cúpula que nadie pisará jamás. Había sido uno de esos días en los que Gustav, aquejado de cierto animalismo, recorrió la ciudad sin una idea premeditada de los lugares a visitar. Terminó sus paseos allí mismo, sentado sobre un cerro, ajeno al hedor de la tierra que grita agua, donde se da cuenta de que el cielo apenas es un sustrato lejano, paralelo al suelo para evitar cualquier contagio. Con seguridad, cuando el ambiente incorpore la noche a su forma de entender, Gustav volverá a su casa aquejado de una alergia campestre que le provocará asma, respirará por la boca emitiendo un pitido inaudible para el resto pero resonante para sí como si se tratase de los últimos hálitos de vida. Se acostará, y mirando al techo de su casa desquebrajado con una línea irregular que lo divide en dos, abrirá el primer cajón de la mesilla, jugará con el frío gatillo de la pistola y afianzará en sus manos el inhalador. Dos tomas serán suficientes para calmar el ansia provocada por la falta de oxígeno en el cerebro. Dormirá, no sin cierto nerviosismo, pendiente de un eventual timbrazo que le pueda partir la noche. Gustav hacía tiempo que no mataba y esta vez sintió como si estuviera perdiendo la costumbre.


*Imagen: "Hombre con perro", Francis Bacon. 1953

23 de abril de 2009

Iluminación inteligente

Verde, es el camino en donde juegan los niños antes de que un coche borre su rastro.

Rojo, sus labios sepultados en mi piel sin muda posible.

Naranja, es el amargor disfrazado de dulzura.

Violácea, la penumbra en la que construimos nuestros secretos inconfesables.

Blanco, el espacio que reduce nuestros cuerpos.

Amarillo, es un taxi que recorre la ciudad sin encontrar clientes.


¿Cuál es nuestra figura dentro de la ruleta?

13 de abril de 2009

Matías


Encogido en la humildad que otorga el silencio más profundo, Matías baja a la huerta a primera hora de la mañana a recoger los frutos de sus crecientes madrugadas. Ahora lo hace con una nueva cesta de mimbre que Sofía, la repostera de la calle principal de su aldea, le regaló por ser un cliente “nada molesto”. Matías simplemente espera durante todo el año la temporada de la vendimia, la que le lleva a viajar a Francia, por pura inercia, a bañarse con la suave brisa de la costa azul que a veces quiebra un ligero olor a resaca de lavanda, allí se desliza con suavidad entre todas las vides que alzan sus brazos cargados de frutos que, con su redondez, piden ser aplastados, pisoteados, hechos jugo, para la alegría de sus iguales. Sí, aguarda solo ese momento en una pequeña aldea que tuve el privilegio de visitar hace ya muchos años.



Matías dijo alguna vez pero nunca nadie oyó, se quedó sin marco para expresarse y su escucha quedó hueca, dirigida al vacío más profundo de la existencia, la que recorre como un ruido incómodo la corteza de nuestra tierra.


3 de abril de 2009

El sentido del reflejo


“El hombre vive y no se ve”
Luigi Pirandello



Somos manchas tristes cuya turbación nos impide reconocernos; pero el problema real llega cuando Miguel, nuestro protagonista de hoy, hace de su estado natural la turbación, no la reconoce como algo relevante de su vida ni siquiera se detiene en su deambular de casa en casa (vende seguros para más datos); las fuentes de su ciudad, último reducto de una época de pugnas aristocráticas (de pudientes que basan su estatus en las apariencias, sin pudor), reposan cristalinas y apagadas de cualquier otro influjo que ocasione una ruptura. Ellas así mismo sienten (y esto sólo es achacable al descenso de la reflexión humana en cuanto a las percepciones, según las últimas estadísticas) la presencia de un alma transparente en su fugaz paso, pero no se mudan y permanecen en sus respectivas esquinas, con el mármol expuesto a la caricia del viandante. Miguel, sin embargo, no tiene más remedio que mirar al suelo en su caminar nervioso, algunos clientes me han confesado que conoce exactamente el número de pasos que distan de un cerco a otro, pero sin embargo Miguel tiene que comprobarlo todos los días (también sabe el número de adoquines que puede abarcar en cada zancada, aunque a veces está demasiado cansado).


Suele llegar a casa cerca de las nueve de la noche, algunas veces se entretiene en el bar de abajo, donde la mesa de la esquina parece llevar su nombre inscrito en letras melancólicas, aunque reposan ocultas bajo el salero; después, sube a casa, deja su maletín sobre la mesa del comedor, se desnuda y entra en el cuarto anejo a la cocina (lo que todo el mundo denominaría alacena), es un cuarto vacío, de escaso volumen pero inquietante frialdad, donde cada una de las tres paredes está forrada de un gran cristal que la recubre. Miguel se sitúa en mitad de ese espacio y sólo mira hacia la puerta, incrustada en la única pared blanca, ausente de reflejos. Allí se detiene veinte minutos, parado…


…después respira con el alivio que le produce sentir que su cuerpo se está reflejando y abandona el cuarto, apagando la luz. Normalmente a las diez de la noche se recuesta en la mesa donde ya dejara el maletín y dibuja garabatos… tal vez algún día le encontrará alguien algún sentido.



Este relato está inspirado en la imagen, cuadro del pintor expresionista abstracto Jordi Boldó, perteneciente a su serie “casas”, al que aprovecho para saludar, felicitar y homenajear humildemente su obra.

 
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