28 de noviembre de 2007

Agua

Lo hice otra vez. Me duché a oscuras. Cada vez son más las cosas que realizo sin luz. Pienso que he desarrollado una especie de sentido visionario en la oscuridad y como un autómata, sumido en la condición de hombre, me visto, desnudo, espío, camino por la casa, bebo y ahora me ducho, sin luz. Y es en esta actividad en la que he encontrado más acomodo; porque la ducha es un cúmulo de sensaciones que van apoderándose de tu cuerpo, llegando incluso a pensar que no lo puedes manejar: por ese período de tiempo no eres tú el que, a través del cerebro, controlas los movimientos.

Caen esas primeras gotas que desperezan, que sumen la piel seca e inviolable en un estado lascivo de humedad; ya unidas resbalan, recorriendo el cuerpo y generando surcos en las partes inferiores para cultivar en ellos cualquier fruto que combata la impudicia hacia nosotros mismos. Te enjabonas, pensando que serás el pasivo del sufrimiento de lo cotidiano que ayer fuiste. Pero el gel crea espuma al chocar repetidamente contra la piel, así como las olas muestran su disconformidad sobre los acantilados, vertiendo en ellos promesas de destrucción. Estás en peligro químico hasta el momento en el que el agua irrumpe de nuevo sobre la piel, aclarando cualquier duda acerca de la naturaleza.

A estas horas, no soy el único que se levanta: a través de la ventana opacada del baño, un luminoso tintineo de fluorescente me indica que hay vida más allá de mi oscuridad.

Me estoy secando, a oscuras, y es que si la limpieza decidiera, lo haría prefiriendo no ver nada.

14 de noviembre de 2007

Recibí un regalo.

Recibí un regalo sin remite. Acostumbrado al acceso sencillo de las cosas encontré complejidad al abrirlo (y ya estoy dando por hecho que accedí, cuando ni tan siquiera lo tengo claro). Tuve que pensar. Algo humano a priori, me dije. Era una caja de madera, admitía giros y distintas perspectivas. Me senté en el sofá naranja del salón, apoyé los codos sobre la mesa y mantuve en mis manos aquélla cajita verde que me recordaba a una parecida que compré en mi viaje a Budapest. La volteé, deduje que cuatro de los salientes que tenía en uno de los lados eran lo que se podría denominar patas, con lo que el enigma alcanzaba un lado animal indómito. Me imaginé viajes que podría haber hecho a lo largo de la sabana africana o en un globo atravesando Rusia en plena nevada invernal; su color también me transportaba a los fértiles valles del sur de Marruecos. Le di la vuelta de nuevo para fijarme mejor en las hendiduras. Una de ellas se retorcía para limitar el borde del espacio cubil del área en el que nos encontramos tú y yo. Alcancé a deslizar la pequeña regleta, que conmovida, me abrió espacio a un nuevo dilema ¿tirar de ella o buscar otra salida en los intersticios de la caja? Tiré de ella, porque al fin y al cabo seguir buscando se convertiría en cavar sobre mis dudas. Se desplazó la tablita y la encajé en un espacio oblongo en el lado inverso de la caja. Se liberó una placa metálica que había pasado desapercibida justo al lado de una de las patas. Una llave de dos dientes más parecida a una aguja, anclada con un hilo fino rosa, llamaba a ser encajada en su respectivo ojal, pero éste escapaba de la visión de todo ser que pudiera denominarse explorador. Cerré la placa metálica, extraje de nuevo la tablilla y mágicamente apareció allí el agujero, más negro de lo que hubiese imaginado al pensar en el vacío; estaba delante de mí y metódicamente escuchaba su llamamiento. Encajé la llave y uno de los lados de la caja se abrió. Posé las cuatro patas sobre la mesa del salón, terminé de abrir la tapa y surgió aquél pequeño diploma enrollado con hilo dorado. Lo abrí y recordé que era el mismo que un día un pajarito sacó de una jaula en la plaza principal de Coyoacán, nunca lo entendí más allá del espectáculo y por eso perdí el interés en el mismo. Decía:

“Tu vida dará vueltas como manejada por fuerzas sobrenaturales que no podrán hallar en ti más intersticios que los que tu quieras mostrar. El tiempo en tu existencia pasará deprisa”.

5 de noviembre de 2007

Ser víctima de un mosquitocidio.

Las noches a veces son aliadas; de lo austero en los sueños, del fragor de los calentamientos, de la lectura interminable o escritura organizada o desestructurada en cuanto a las ideas. Las noches son poéticas porque minimizan los pensamientos más materialistas para profundizar en las sensaciones más espirituales. El rendimiento de una noche es incontestable ya estés dormido o despierto junto a tu ser amado.

Pero esta última noche, mi creación difusa sucumbió al escarnio de un ser tan incansable en sus objetivos como inerte en sus consecuencias. Comencé la noche, soñando en la animación de los libros que tenía Cortázar en su casa; bailaban apegados a mi cintura en un son que recordaba tal vez a la entrañable melodía que Roth escuchaba mientras dormía sus largas borracheras en París, muy cerca de la casa que después sería del propio Julio. Un zumbido sibilino, muy cercano a la oreja izquierda, empleaba los tonos de la escala musical, sacándome poco a poco del valioso sueño literario, numerosas veces anhelado. Un jadeo lo alejó, pero en ese momento me di cuenta de que tenía la mano derecha dormida, ya me había dejado su huella, la única que tienen los mosquitos: la tersa colina en llamas.

Sentí que un libro golpeaba mi cabeza, con extraordinaria levedad, mas bien podría decir que se trataba de una caricia bibliográfica (ya que en caso de dureza se denominaría bibliófila y de extremada dureza, bibliofóbica). El golpe me metía de lleno en un paisaje abisal, nadaba dentro de una burbuja sumido en la oscuridad y encontraba en mi camino peces que expulsaban burbujas con versos aislados que buscaban la libertad reptando hacia la claridad de la superficie; un “bloup” marcaba el ritmo de los versos. Pronto reconocí uno de Sabines pero vino acompañado de un zumbido que comenzaba a ser familiar y que, más allá de enriquecer el sueño, lo desvirtuaba hasta hacerlo desaparecer, difuminado en la oscuridad propia en la que mi cuarto se balancea en la madrugada.

Intenté localizar tan infame ser que osaba desvirtuar mi imaginación negada tantos años al inconsciente. Luché por dar cuenta y acallar sus hélices para siempre so pena de que el intento pudiera terminar con mi ego herido. Lucha vana la del soldado cansado de ir en búsqueda de aventuras en las profundidades inexploradas del contorno de la conciencia. Caí rendido y hastiado de pedir clemencia en mi infortunio.

Amanecí con dos picaduras reconocibles en uno y otro lado del anillo de compromiso. Me lo avisó toda la noche.

 
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