24 de octubre de 2007

¿Literatura o Realidad? ¿Ficción o Asombro?

Si les contara que en un domicilio de la capital, lugar tal vez olvidado por agoreros gobernantes, poblado de chabolas de cuatro pisos, han encontrado a un hombre con un severo golpe (y oportuna apertura craneal), en su domicilio. Si les dijera también que, en pleno siglo veintiuno (en el que puedes morir cibernéticamente) dicho individuo ha sido hallado con hachazos en la cabeza. Y un dato más: la escena creen que sucedió durante la noche y la policía, pese a descubrirlo, tuvo que esperar a la mañana siguiente porque el ciudadano, tal vez sumido en un plan quinquenal provocado por el pago cada vez mayor de la hipoteca, tenía cortada la luz. Sí, ya sé que hay linternas, pero háganse ustedes policías.

Destacan en el informe del ciudadano su nacionalidad española, para posteriormente resaltar su nombre y apellidos: Carlos García González. O invirtiendo ambos, que para el caso es lo mismo. Y esta es la nota que más nos acerca a la realidad. La nota que hace despertar las suspicacias de los aguerridos lectores de noticias fáciles y masticadas. Algunos dicen que lo de “nacionalidad española” es porque se trata de un inmigrante nacionalizado porque sino no lo dirían; otro dice directamente que el periodista miente y que es una de esas casas donde viven tres o cuatro familias de extranjeros; alguno más brillante dice que no, que el asesino es el extranjero y que a los pobres españoles nos están trayendo la muerte (el señor tenía once delitos contra la propiedad).

En fin, recuerdo por si acaso lo sucedido: un hombre ha sido encontrado muerto a causa de nueve hachazos en la cabeza.

Os prometo que no me ocurre lo que a aquel personaje de Almodóvar en “La Mala Educación”, que recurría a los periódicos en busca de sucesos que suplantaran su creatividad literaria herida. O a lo mejor sí.

18 de octubre de 2007

El Recorte.

Vivía (en toda la extensión de la palabra) en una especie de cuarto, de unos quince metros cuadrados, bajo sin puerta de un modesto edificio de un barrio de Madrid. En él, se le desvanecía la vida, a veces con pausas marcadas por una copita de anís; pero en un bar cercano, no crean, ya que sus limitaciones apenas le permitían desplazarse con cierta celeridad para volver al trabajo. Su profesión se había convertido en el tiempo y cualquier espacio diferente constituía un avance. Cosía porque opinaba, ya desde la infancia, que el mundo tenía suficientes heridas; pronto se le quedó grande la empresa y escuchó en sus clases de Filosofía el sentido del materialismo. La espiritualidad la perdió el día que entendió que los hombres no se enfrentaban desnudos a la Historia y entonces puso todo el empeño en que, al menos, pudieran hacerlo con vestidos que se ajustaran a sus cuerpos; era lo que él llamaba justicia.

Comenzó a acumular cientos de ropajes por todos los rincones de la sala. Las prendas incluso parecían saltar para agarrarse con firmeza a las paredes y conseguían amontonarse, quizá para dar la sensación de eternidad en el trabajo o de utopía, porque no todos lo interpretamos igual. Con el paso de los años el lugar alcanzó a identificarse con la melancolía y aquél costurero de barrio, que lucía en sus paseos al bar una acuciante cojera de la pierna izquierda, contestaba con un “quién sabe” cuando le preguntaban por las indumentarias que un día recibiera y analizara de forma prolija.


Aquélla mañana de octubre, la música a la que nos tenía acostumbrados quedó enganchada en un tango de Gardel. Fuimos varios los vecinos que nos asomamos a su ventana para ver, tras el dibujo violento de las rejas, el cuerpo apacible de sastre, tendido en el suelo, con innumerables brechas abiertas. “Él, que lo cosía todo”, dijo la camarera del bar.

10 de octubre de 2007

Enrique Urdieta, el desequilibrado.

Es lo primero que el señor Vicent dijo de él cuando coincidió en la jornada de interpretación de sueños: “está desequilibrado”. Razones no le faltaban, puesto que al presentarse, Urdieta dijo que no había soñado nunca. Todos le miraron como pidiendo una explicación. “Simplemente me preparo para ello”, añadió el septuagenario. A su lado, el señor Vicent narraba con pasión los sucesos de la noche anterior, unos niños botando pelotas con ambas manos, unas niñas saltando a la comba, avanzan por un bulevar de un ancho infinito, sin aceras ni farolas, sin mobiliario urbano que impida un progreso rápido. Después tomó la palabra Karina que, con sentimiento itinerante, dedicó la primera parte de su explicación a observar la mirada de sus compañeros y dijo: “mojé la almohada, de lágrimas, al ver como un señor con gabardina gris apuñalaba a un policía que reprendía a un niño en mitad de la calle. El policía era joven, muy joven, gritaba y no sabía cómo reaccionar; ya en el suelo echó la mano a la pistola, pero no tuvo fuerza para sacarla, murió sumido en los murmullos de los peatones y el llanto de la vendedora de periódicos que le quería como si de un hijo se tratara”.

Hoy recibo cartas casi a diario de Enrique Urdieta que me cuenta desde la cárcel sus sueños después de que, tras la milagrosa jornada de interpretación, matara a un policía en pleno Paseo de la Reforma, el Día Internacional del Niño.

2 de octubre de 2007

Amor a nada

I

Siente el vástago, poeta
siervo de las sensaciones
amante de la inmundicia
dispersa por el mundo arcaico
cansado ya de su aliento
vaho de las desilusiones.

Amasa las realidades
vacías ya de palabras,
imponiendo en toda esfera
la escoba de las gargantas y
espera la noche oscura
para demostrar tu amor, a nada.

II

A nada contra la corriente
innata de tu creencia
que pesa sobre los humanos
como acero de la guadaña,
creando profundas cicatrices
en el Ser de tu mirada.

Desdeña tu pasado oscuro,
creando un futuro de tablas
que crepiten a nuestros pasos
como fuego eterno en el alba.
Me desnudo ante tu imagen
y me lanzo contra las olas, a nada

a nada

a nada.

 
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